lunes, 10 de septiembre de 2012

El Marqués de Molíns en la Feria de Albacete de 1857


El Marqués de Molíns.
En la presente entrada nos proponemos presentar y transcribir el delicioso artículo del Marqués de Molíns “Una mañana junto a la feria de Albacete”, recogido en el tomo IV de sus Obras completas y fechado en 1857.

Este singular artículo nos ofrece una de las raras ocasiones en que la prosa del Marqués de Molíns versa sobre los vínculos familiares que le ligaban a su población natal y sobre aspectos costumbristas de la misma.

Años después, volvería a referirse nuestro autor a la Feria de Albacete y a la memoria albaceteña de su familia materna en su novela La manchega (1873). Ya en una entrada anterior de este blog tuvimos ocasión de ocuparnos de estas raíces albaceteñas del Marqués de Molíns.

Paseo de la Feria en la Crónica de Albacete de Narciso Blanch e Illa, 1866.
El artículo de 1857 que presentamos narra una melancólica visita al camposanto en plena celebración de la feria de Albacete en el año del regreso del Marqués a España tras su exilio durante el Bienio Progresista (1854-56).

En el mismo texto del artículo y para reforzar el contraste al que en seguida nos vamos a referir, el Marqués de Molíns confiesa hallarse “cansado de pasar un mes entero en fiestas y regocijos”, en alusión a los festejos vividos recientemente en Elche y Murcia.

La fórmula narrativa del artículo consiste en una especie de reflexión dirigida a una joven muchacha calificada como “hija mía” a la cual se presentan los abuelos maternos del autor como los “bisabuelos tuyos”. El Marqués podría dirigirse en estos términos a algunas de sus tres hijas, especialmente a las dos menores, María del Carmen y Ángela, de tres años la primera y escasos meses la segunda. El recurso a un diálogo con una inocente niña sirve al autor de licencia poética para contraponer, con delicadeza, las espinas de sus reflexiones con las rosas primaverales de su interlocutora.

La Feria de Albacete en 1866.
El texto está estructurado sobre una antítesis expuesta en un hermoso paralelismo al principio del artículo: el corazón humano es como un insondable mar “que prepara las tempestades en medio de la calma y la bonanza al mugir de las tormentas”. El Marqués continúa construyendo el resto del artículo alrededor de este tipo de estructuras bimembres con términos opuestos.

En razón de este paradójico sentimiento, justifica el autor que “en medio de tan bue­na compañía y en época de tanta algazara” haya optado por dar “tan triste paseo” hasta el camposanto del lugar. Ya lo ha advertido el autor: el voluble corazón humano “en medio de la dicha sentirá levan­tarse, sin saber de dónde, el huracán de la melancolía”.

Huye, así, el autor del bullicio de la Feria de Albacete, “en que, como vastísima caravana, ó más aún como innumerable y desordenado campamento, millares de tiendas ponen el si­tio á unas pacíficas murallas, levantadas en medio del desierto”.

Antigua ermita de San Antón de Albacete.
Procurando pues encontrar un lugar donde “reposar la imaginación”, el Marqués dirige sus pasos hacia el antiguo cementerio de Albacete, sito junto a la desaparecida ermita de San Antón (ubicada aproximadamente en el número 3 de la actual calle del Alcalde Martínez de la Ossa).

El Marqués nos ofrece en su artículo una cruda descripción del rústico camposanto albaceteño:

“En el pequeño cuadrado como corral de ganado que lo for­ma, el terreno está desnivelado por las sepul­turas, no hay cultivo alguno, el hombre aban­dona allí los despojos de la muerte, y no tra­ta de disfrazar su nada dando vida á plantas ni á flores, á cipreses y siemprevivas… nada… absolutamente nada más que la muerte en toda su espantosa perspectiva. No hay más monumento que se alce que una sola cruz...”.

El Marqués de Molíns.
Pocos años después de esta descripción, el poeta Rafael Serrano Alcázar (1842-1901), de nacimiento murciano y afincado como jurisconsulto en la capital albaceteña, habría de dedicar unos versos a un cementerio que podría corresponderse con el visitado por nuestro Marqués. Se trata del poema “Meditación” de su primer tomo de Poesías (1866), en donde alude a un camposanto en los términos siguientes:

“Este es el cementerio. Fatídico y sombrío.
Allí está de la ermita la misteriosa cruz.
Osténtase cubierto de fúnebre atavío
mientras la noche extiende su lóbrego capuz…”.

Volviendo a la visita al camposanto de 1857, el Marqués se detiene ante la tumba de sus abuelos maternos y evoca brevemente ambas figuras. Ante una lápida “de mármol poco ha desdorada por las lluvias” rememora a su abuela la Condesa de Villaleal María Joaquina Arce Lara (1760-1848). En su nicho “estaba consignado en mármol el tri­buto de dolor pagado por un pueblo entero á una mujer imponderablemente benéfica”.

Molíns por Maura Montaner, 1881.
El autor repara, a continuación, en una lápida contigua “de piedra sillería ya medio borrada”, donde una inscripción recuerda los favores a la villa albacetense realizados por su abuelo materno, el Conde de Villaleal Fernando Carrasco Rocamora (1754-1807).

Prosigue, a continuación, el autor su visita con la escena costumbrista de un entierro popular que interrumpe sus melancólicas meditaciones:

“… me llamó la atención el canto de un entierro; volví la cabeza y vi atra­vesar por el Campo Santo un pequeño grupo; cuatro hombres, como labradores ó jornaleros, llevaban en hombros un ataúd descubierto: un velo agitado por el viento sobre el cadáver daba á entender que era de una mujer…”.

Preso de un vértigo romántico, el Marqués se aproxima hasta el lugar del enterramiento, a tiempo de ver cubrir de tierra por completo el cuerpo yacente. A su llegada, quedaban ya tan sólo a la vista “unas manos blancas y delicadas que sujetaban una cruz y un ramo de flores”.

El Marqués de Molíns.
Tras este clímax sentimental, sin embargo, el relato da un giro final irónico y hasta esperpéntico, cuando la mujer que había seguido, indiferente, a la comitiva fúnebre recogía el velo mortuorio y “habla­ba al marchar del precio á que podría venderlo”. El Marqués recuerda en este punto que estamos en Feria y todo se vende en ella.

Suena entonces el silbido del tren “del camino de hie­rro que pasa por las tapias del Campo Santo”. Se refiere el autor al ferrocarril que desde dos años antes, 1855, recorría la línea Aranjuez-Albacete, circulando a su paso por nuestra ciudad por el Paseo de la Cuba, donde se encontraba la estación ferroviaria.

El Marqués, vuelto de sus divagaciones románticas, observa con disgusto que el estridente tren llega cargado de pasajeros que vienen a la Feria de Albacete “á comprar… á ven­der… á reír… á engañar… á vivir, en fin”.

Viernes Santo en Castilla. Regoyos, 1904.
La melancólica paz del camposanto contrasta, así, con el bullicio mercantil de la Feria y la estrepitosa velocidad de la locomotora de vapor. De este contraste, extrae el autor, finalmente, una filosófica conclusión: “¿Qué son los intereses… las relaciones… las riquezas… las ciencias mismas… hija mía, en la puerta del Campo Santo?... ¡Ay!... humo… y ruido”.

La reflexión ante una tumba o en la visita a un camposanto fue uno de los tópicos más frecuentados de nuestra literatura romántica, quizás desde el conocido romance “El sepulcro de Hindelbank” recogido por Francisco Martínez de la Rosa en sus Poesías (1833).

Dentro del género del breve cuadro de costumbres destinado a artículo de prensa periódica, la visita al cementerio fue tema frecuentado por los grandes prosistas del momento. Así, podríamos iniciar una serie ideal de textos sobre el tema con Ramón de Mesonero Romanos (1803-1882) y su artículo “El camposanto” (publicado inicialmente en 1832 y recogido en sus Escenas y tipos matritenses de 1851). Mesonero parte en su visita de un estado de ánimo similar al planteado por el Marqués de Molíns en el artículo que nos ocupa: “Huyendo entonces el bullicio del mundo, quiere los campos, y su triste soledad le halaga más que la agitación y la alegría”.

Primera estación ferroviaria de Albacete.
La diferencia entre ambos está en que el tono de Mesonero es más jovial y anecdótico que el de Molíns. Sin embargo, en inesperado giro, “El curioso parlante” concluye su artículo con un desconcertante desenlace:

“Seguí lentamente la vereda que me conducía a las puertas de la villa, y al atravesar sus calles, al mirar la animación del pueblo parecíame ver una tropa que había hecho allí un ligero alto para ir a pasar la noche a la posada que yo por una combinación extraña acababa de dejar”.

Esta sugerencia de Mesonero se habría de convertir en dramática transposición de términos en el conocido artículo “El Día de Difuntos de 1836” (1836) de de Mariano José de Larra (1809-1837): ya no es que el pueblo haya hecho un alto en la ciudad antes de ir a pasar la noche a su definitiva posada, sino que en palabras de Fígaro, “El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio”.

Molíns por Jean Laurent.
Un par de décadas después de estos dos notables artículos, la visita del Marqués de Molíns al camposanto de Albacete desarrolla todos los tópicos románticos al respecto: melancólico estado de ánimo, soledad y olvido del lugar, fugacidad de la vida, etc. Sin embargo, el tono del Marqués de Molíns es siempre mesurado y sereno, de suave sátira social y melancólica visión del paso del tiempo.

El Marqués de Molíns cultivó con frecuencia el artículo necrológico en su obra periodística: “Último paseo de Fígaro”, “El entierro de Martínez de la Rosa”, “Artículo necrológico del Marqués de Miraflores”, etc. Sin embargo,  “Una mañana junto a la feria de Albacete” es el artículo más reflexivo y personal de cuantos produjo el Marqués sobre la materia. A su interés en este sentido, hemos de añadir que se trata, sin duda, del único artículo del Marqués que podríamos considera como un cuadro de costumbres ambientado en su Albacete natal.

Reproducimos a continuación el artículo, al que hemos tenido acceso por gentileza de la Biblioteca Pública de Albacete y la Biblioteca Digital de Castilla-La Mancha:

“UNA MAÑANA JUNTO Á LA FERIA DE ALBACETE
Hay, hija mía, en el corazón humano un no sé qué indefinible, que le impele hacia distin­tos sentimientos de aquel en que pudiera re­posarse: mar insondable que se agita siempre, y que prepara las tempestades en medio de la calma y la bonanza al mugir de las tormentas. En vano las felicidades humanas protegen al hombre; él en medio de la dicha sentirá levan­tarse, sin saber de dónde, el huracán de la melancolía: inútilmente, en cambio, todas las miserias caen sobre un desdichado; él, desde e1 fondo de su infortunio, siquiera con la es­peranza sola se consuela, y momentos de ale­gría inefable interrumpen su monótona y la­mentable vida.

No extrañes, pues, que en edad y en situa­ción que do quier sonríe, á veces caiga á tu corazón (por decirlo así) una lágrima sin saber de dónde; y anímate esperando que por adversa que te sea la suerte, y por largo que te parezca el desierto de la vida, hallarás en él oasis en qué descansar, y momentos en qué reír.

Vengamos al asunto, y perdona el preámbu­lo para motivar el que, en medio de tan bue­na compañía y en época de tanta algazara, haya dado cabida á tan triste paseo; y lo que es más, me ponga ahora á contártelo, no pase por locura el tejer coronas de espinas, y ofre­cerla á ti, cercada de rosas, en la primavera de la vida.

Cansado de pasar un mes entero en fiestas y regocijos, lleno aún de los recuerdos de la función de Elche, en que al traje y al país oriental viene á unirse el drama de los siglos medios, la pompa y la fe de las cruzadas y la alegría de los moros: fresca la memoria de la feria de Murcia, que parece un inmenso merca­do entre bosques de limoneros olorosos y pla­teados álamos; no lejos, en fin, del ruido de la de Albacete en que, como vastísima caravana, ó más aún como innumerable y desordenado campamento, millares de tiendas ponen el si­tio á unas pacíficas murallas, levantadas en medio del desierto. Lleno aún de esas impre­siones, y ya cansado de ellas, fui á reposar la imaginación allí donde todo es reposo, donde cuanto fue y cuanto ha de ser se apiña y reúne, y eso sin ocupar gran espacio ni levantar ningún ruido.

EL   CAMPO  SANTO.
Si alguna vez, hija mía, vas al de Albacete, verás como te choca la mezcla rara de incul­tura cuasi bárbara, y de adelantada civiliza­ción que en él se descubre. En el pequeño cuadrado como corral de ganado que lo for­ma, el terreno está desnivelado por las sepul­turas, no hay cultivo alguno, el hombre aban­dona allí los despojos de la muerte, y no tra­ta de disfrazar su nada dando vida á plantas ni á flores, á cipreses y siemprevivas… nada… absolutamente nada más que la muerte en toda su espantosa perspectiva. No hay más monumento que se alce que una sola cruz; en eso tienen razón, la cruz es lo único que se alza del polvo y podredumbre humana hacia la mansión eterna; ella sola vence de la muer­te y tiene derecho á levantarse entre sus des­pojos.

En cambio, junto á las tapias algunas do­cenas de nichos, recién hechos y vacíos, aguar­dan moradores, como la nueva ciudad espera edificios públicos; y á otro lado mezquinos panteones, ya llenos, muestran tal cual lápida de mármol, tal cual inscripción dorada: último refinamiento de la cultura… ¿qué puede haber de lapidarios allí donde parece que aún faltan enterradores?—Pues en la parte literaria igual contraste; aquí se leían las verdades eternas, esos magníficos consuelos con que la sabidu­ría increada parece que á la vez arrulla al que duerme en el sepulcro y guía al que camina en el mundo; y un poco más allá epitafios en seguidillas, ó aforismos filosóficos más vacíos y repugnantes que las tumbas mismas. Mezcla extraña de primitiva fe y de modernísima pe­dantería; piedras miliarias que marcan el ca­mino de donde venimos y á donde vamos.— Pues como digo, estaba yo considerando es­tas cosas y embebecido más aún delante de dos lápidas, una de piedra sillería ya medio borrada, otra de mármol poco ha desdorada por las lluvias, cuando me llamó la atención el canto de un entierro; volví la cabeza y vi atra­vesar por el Campo Santo un pequeño grupo; cuatro hombres, como labradores ó jornaleros, llevaban en hombros un ataúd descubierto: un velo agitado por el viento sobre el cadáver daba á entender que era de una mujer; otra la seguía, no con aire melancólico ni alegre, sino indiferente y nada más…

Miré hacia la puerta por donde primero ha­bía oído los cánticos, y ya no había nadie; el escaso y mal pagado clero se había vuelto desde allí, y había como abandonado antes de tiempo aquellos despojos á la destrucción que parece que sale á recibir sus víctimas al um­bral.

Yo, por el contrario, sujeto ya á aquel vér­tigo que á veces se apodera del ánimo y no le permite reposo hasta que llega al fondo de sus sensaciones, de aquel furor que en el gozo nos lleva hasta la última vuelta de un baile, hasta la última copa de un festín, y en la pena hasta ver caer una víctima ó cerrarse un ataúd; impelido, digo, por ese torbellino, corrí hacia el hoyo… ya era tarde… el azadón implacable de los sepultureros hacía caer sobre el cadáver tierra y piedras y calaveras y huesos de otras que á su vez habían dormido en aquel mismo lecho… sólo unas manos blancas y delicadas que sujetaban una cruz y un ramo de flores quedaban aún, cuando yo llegué, sobre la tier­ra; no necesité preguntar… era, pues, una joven doncella; poco después ya todo no era más que un montón recién hecho… ¿y para qué sa­ber más… ¿y cómo y á quién preguntarlo?... la mujer que seguía á la comitiva había recogido el velo y la almohada mortuoria; habla­ba al marchar del precio á que podría venderlo… estamos en feria.

Volví, pues, á los dos nichos para consolar­me de aquel doble abandono con otro al parecer no tan grande, y en efecto, como verás, en el uno estaba consignado en mármol el tri­buto de dolor pagado por un pueblo entero á una mujer imponderablemente benéfica, tu bisabuela la Condesa de Villaleal Doña María Joaquina de Arce; en la otra losa que estaba debajo, y que es de piedra común, se leía

AQUÍ YACE DON FERNANDO CARRASCO Y ROCAMORA
CONDE QUE FUÉ DE VILLALEAL
ALFÉREZ MAYOR DE ESTA VILLA Y SEÑOR DE LAS DE POZO-RUBIO Y
MOLINS… PARTIÓ A LA
CORTE…   CANAL…

El resto, infiero que hablaría del inmenso favor hecho por este insigne patricio, bis­abuelo tuyo, á sus paisanos, desaguando las lagunas que cubrían este país, abriendo el ca­nal que lo fecunda, y desterrando las mortífe­ras fiebres que lo aniquilaban… esto infiero… pues de la losa se habían borrado las letras, como de la memoria de los pueblos los bene­ficios.

La mujer que había recogido el velo mor­tuorio me llamó desde la puerta para que sa­liese; hícelo maquinalmente, y al pasar el um­bral un silbido terrible sonó cerca de mí, una como palpitante y monstruosa respiración se siguió… era la locomotriz del camino de hie­rro que pasa por las tapias del Campo Santo, y que desde largas distancias traía millares de personas á la feria… á comprar… á ven­der… á reír… á engañar… á vivir, en fin.

Esta es, querida mía, la única vez que he visto un camino de hierro sin emoción y has­ta con desprecio.

¿Qué son unos cuantos centenares de leguas en comparación de la distancia que separa el ser y el no ser?

¿Qué es la rapidez del vapor, ni siquiera de la electricidad, contrapuesta á la velocidad con que se hace el viaje de la vida á la eternidad?

¿Qué son los intereses… las relaciones… las riquezas… las ciencias mismas… hija mía, en la puerta del Campo Santo?... ¡Ay!... humo… y ruido.


ALBACETE 10 de setiembre de 1857”.